Martes (cont.).
La empleada de migraciones me pide el pasaporte y, solícito, se lo entrego. Mira el nombre, tipea algo en la computadora, me mira supongo para compararme con el de la foto. Me preguntá a qué vengo, digo que a trabajar en una nota periodística. Suena bien. Si aclarara que la "nota periodística" no es una entrevista sobre el narcotráfico o sobre la fragmentación del poder en Colombia sino visitar un estudio de grabación de un programa que lanzará en poco tiempo un canal de cable, perdería cierto glamour, supongo. La empleada asiente, me pregunta dónde me voy a alojar. Tomo la impresión del mail de ayer, y leo el nombre del hotel. La empleada teclea. Puede pasar, dice cuando me tiende el pasaporte. Paso.
Se supone que ahora, desde un punto de vista legal, ya estoy en Colombia.
Espero la valija. La cinta funciona. La valija no aparece. Son unos diez minutos en que aparecen las de otros y no la mía, diez minutos en los que imagino que mi valija fue a parar a Singapur -debe estar de viaje, todavía, calculo-, o se la afanaron los empleados de Ezeiza, o los de este aeropuerto de El Dorado. Las valijas siguen apareciendo. La mía no. Por suerte no tenía nada de valor adentro. Entonces, diminuta, con sus azules y rojos, viene, solita mi alma, bailando al ritmo espástico de la cinta. Tomo la valija y miro a quienes aún esperan. Sé lo que están pensando. Por suerte, yo ya no.
Encaro para la salida. Los de prensa me dijeron que me venían a buscar al aeropuerto. Me imagino alguien con traje con un cartel con mi nombre. Mal escrito, seguro, pero mi nombre. Tiene onda, que te pase algo así, supongo. Creí que me iba a ocurrir en el primer viaje a Tucumán, pero no: quien me aguardaba me reconoció enseguida, no necesitó cartel. El cartelito es para alguien importante, y no me molestaría sentirme, alguna vez, importante. Los tipos de traje están del otro lado del vidrio, pegando sus carteles para que quienes salimos los leamos. Leo, entonces. No. No. Tampoco. Menos. No. No. No. Mierda. Ninguno de los carteles. Me lo perdí una vez más. Podría llamar a mi vieja y pedirle que me vaya a buscar a Ezeiza, a mi regreso, y que arme un cartelito, aunque no sé. Por lo pronto, salgo del edificio, me enfrento a los hombres de traje suponiendo que alguno se acercará a preguntar si yo soy yo, si soy Elemental, y yo diré sí, claro, con cierta desilusión porque no hubo cartelito. Me quedo parado junto a la puerta, pero nadie se acerca. Hay una mina, esperando. Está bárbara. Ojalá fuera ella, quien me espera. La miro. Uno de los de traje se da cuenta y me codea. La mujer colombiana es muy linda, me dice. Asiento con cierta sorpresa, porque hasta hoy tenía entendido que las más lindas eran las argentinas y las checas. Enseguida, pasa un tipo detrás mío, apurado, y la chica sonríe. Se besan. Se abrazan. A mi regreso, recuerdo, nadie me estará esperando. En febrero No Sonia se llenó de alegría. Esta vez, no habrá nadie. Va a ser un shock, supongo. Y si le digo a mi vieja que me vaya a buscar, será peor, más patético. Resentido, mentiroso, mediocre, misógino y patético. Me está sobrando un calificativo. El patético, creo, por ahora lo puedo evitar. El tipo que me informó acerca de las virtudes estéticas de las colombianas me pregunta a qué hotel voy. Le digo, pero le aclaro que me tienen que venir a buscar. ¿No se habrán olvidado de tí?, me pregunta. Lo miro. Es la posibilidad que no deseaba barajar. Estoy en Colombia, país que desconozco, sólo tengo cien dólares en el bolsillo, del hotel tengo el nombre y no la dirección, y si se olvidaron estoy hasta las pelotas. El tipo me ofrece su celular. ¿Tiene a quien llamar?, pregunta. A mi mamá, me gustaría responderle, pero no da. Me fijo en el mail de ayer, hay un nombre y un número. El tipo lee. Es de aquí, de Bogotá, dice, y pela el celular. Marca. Llama, me informa. El mundo se detiene. Suerte que este tipo es tan amable. Suerte que este tipo pregunta por el nombre de la organizadora de la recepción a la prensa, y se ve que del otro lado le dicen que sí. Me tiende el teléfono. ¿Elemental, ya has llegado?, me preguntan del otro lado. Sí, por eso estoy llamando, digo. ¿Que no hay nadie que te haya ido a buscar?, me preguntan. Pues parece que no, digo, y el uso del pues me parece una brillante forma de introducir cierto latinoamericanismo en mi habla, para que parezca que, pese a ser argentino, intento adaptarme. A ver, espera, me dicen. Y entonces, musiquita. El tipo que me prestó el celular me pone cara de ¿y? y yo me encojo de hombros. Muchas gracias por todo, me adelanto. Podrías darme una propina, dice. Lo miro. Si ahora hablo, mis posibilidades se terminan: ni en pedo le doy los cien dólares, y fuera de eso no tengo absolutamente nada. Del otro lado, musiquita. Mierda. Cuando la musiquita se termina, la voz femenina me dice acabo de hablar, están yendo para allí, están un poco retrasados por el tránsito -dudo mucho que acá confundan el uso de tránsito y tráfico-, dicen que los esperes donde estás. Ok, digo y corto. Le devuelvo el celular al tipo de traje. ¿Y la propina?, pregunta. Es que no tengo dinero, digo mientras pongo mi mejor sonrisa de excusa. El tipo me fulmina con la mirada. En serio, no tengo, en el diario me dieron sólo cien dólares de viático, y no tengo cambio para darte, ni tampoco dinero colombiano. El tipo dice ah, pero dice ah como quien dice por qué no te vas a la reputísima madre que te parió, gira y se aleja. Yo espero. Me dijeron que espere acá, y obedezco, solícito. Mientras, imagino que me secuestran. ¿Escribirá alguien "Noticia de un secuestro", sobre mí? No creo. Ni en el diario donde trabajo, van a informar que me mató un grupo comando que aprovechó que se habían olvidado de venir a buscarme. Pasa el tiempo. Quince minutos. Veinte. Media hora. Tengo que volver a llamar a la mina. De hecho, veo que el tipo que me prestó el celular habla al teléfono, grita no, no me dio propina y corta. Luego, me mira, triunfal. Se quieren contactar conmigo, y no tienen forma. Tomo mi celular, intento pero en vano, el roaming sólo sirve para mensajes de texto o para que me llamen desde Argentina, y ahora que lo pienso nunca informé mi número, por lo que es imposible que me llamen de acá. Tengo que hablar por teléfono con la gente de prensa, puede que me desearan advertir el corte de pelo de los secuestradores para que tenga cuidado, o para avisarme que me debo volver a Buenos Aires cuanto antes. Mierda. Voy a la casa de cambio del aeropuerto. Me van a coger con el tipo de cambio, pero bueno, esto es una emergencia. Hago la fila. Entrego el pasaporte. Miran mi billete de cien dólares como si se los acabara de entregar un pordiosero. No soy pordiosero, soy redactor de un diario, le explico, que viene a ser lo mismo. La mina me informa cuánto dinero colombiano me van a dar. No tengo la más remota idea de si es mucho, poco, si me están cagando o haciendo un favor. Digo que sí, y que por favor me de una parte en monedas así puedo hablar por teléfono. No tengo monedas, me dice. ¿Cómo que no?, me escandalizo ante la posibilidad de que la falta de cobre no sea sólo un fenómeno porteño sino mundial, la crisis del cobre, el fin de la humanidad. Al final, no cambio nada. Vuelvo a mi puesto de Penélope junto a la puerta, miro si hay algún cartelito, pero nada. Me mira otro tipo de traje. Me pregunta a qué hotel voy. No tengo para propinas, le digo. Vamos, que algo tiene que tener, me dice. Mirá, digo y me chupa un huevo que se note el tuteo argentino, sólo tengo un billete de cien dólares y algunos pesos argentinos. Pues dame pesos argentinos, dice. Le tiendo un billete de diez pesos, me tiende el celular. Me comunico con la mina de prensa. Menos mal que llamaste, Elemental, dice, tienes que ir al bar XXX del primer piso, te están esperando. ¿Pero no me dijiste que tenía que esperar acá?, pregunto. Bueno, pero allá, me dice la voz femenina. La reconcha de tu madre, pienso. Le devuelvo el celular al tipo de traje, que mira el billete de diez pesos, y le aclaro que son algo así como dos dólares, y sonríe. Tomo la valija, la mochila, y me meto de nuevo al edificio. Subo al primer piso. Voy al bar XXX. No hay nadie con cartelito. Lo imaginaba. De hecho, tampoco hay ningún cliente, y eso no lo imaginaba. Mierda. Inútiles de mierda. No saben pasar a buscar a alguien por un aeropuerto. Busco en el primer piso otro bar que se llame XXX, pero nada. Es éste, y una vez más la información está mal. Vuelvo a mi puesto de vigía. Cuando lleguen, los cago a puteadas. Me van a conocer. Van a conocer la furia de un argentino soberbio. Van a conocer a Elemental. Mientras maquino qué clase de insulto voy a utilizar, el tipo de traje -el último, el que le di la propina- se acerca y me tiende celular. Quieren hablarle, me dice. Atiendo. Es la mina, otra vez. Me pregunta qué pasó, y le digo que en el café XXX no hay nadie, que volví a mi puesto de vigía y que estoy de huelga, que me quedo acá hasta que alguien se digne a venir con un cartelito. La mina se ríe, eso escucho, y me dice que me explicó mal, que yo tenía que esperar en el bar XXX. Ah, digo. Espera ahí, me indica, nos vemos en un ratico. Le tiendo el celular al de traje, y le digo que no me quedan pesos argentinos. Pone cara de culo. La mía debe superarlo. Vuelvo a subir las escaleras al primer piso. Desorganizados de mierda. Ya van a ver. Cuando llego una vez más al bar XXX, dos cosas me desmoronan, desactivan mi furia como especialistas antibombas en Irak. La primera es que la chica que me aguarda es lo más precioso que he visto en mi vida. La segunda es que tiene un cartelito que dice "Elemental". Y me sonríe.
12 comentarios:
siii qué lindooo, cómo de película! las miradas, las sonrisas, el cartelito... beautiful!
China, no te adelantes...
Perdido en Bogotá!
Sole, feo, muy feo.
Perdóóóóóóóón, hasta ese momento no sabía que "lo más precioso" no era tan precioso. Te vi cual Bill Murray bebiendo a la madrugada en el bar del hotel acompañado por Scarlett.
No soy tan mala, che!
Sole, ah, era por la peli. Yo me refería a que era feo haberme sentido perdido en el aeropuerto.
Ehhhhh tampoco estabas en el Congo.
Colombia, hablan el mismo odioma. No se haga el pobrecito.
Sole, ufa. Cada tanto me gusta hacerme el pobrecito. Ya no me mimás como antes. ¿Qué nos pasó?
Elem, yo lo adoro pero se me hace el pobrecito porque estaba perdido en un aeropuerto de Colombia a los 40 años y anticoagulado? Too Much!
Pero repito, lo adoro.
Bay the way..... 3 trombosis+40 años+fumador? Que se yo...
Jajajaja sos de enojos leves hombre!!
Por un cartel y una sonrisa una obtiene cualquier cosa de vos?
Luminicus, cualquier cosa.
Es un buen Dato!
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